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En este breve artículo, deseo examinar las complicaciones antropológicas de las políticas y las prácticas de recuperación después de un desastre, según las enfrentaron los actores institucionales y las poblaciones afectadas durante la reconstrucción de dos comunidades reasentadas en el sur de Honduras después del huracán Mitch. En este caso, a lo que me refiero con “complicaciones antropológicas” es la forma en que las políticas y las prácticas de recuperación pueden plantear supuestos sobre la naturaleza de la gente, la sociedad y las comunidades, ya sea que tales políticas y prácticas no sean relevantes, o bien, que estas incrementen las inequidades sociales en el contexto en el que se aplican. Este es un problema que se ha investigado a fondo en los campos del desarrollo y de la planificación urbana (Caldeira y Holston 2005, Escobar 1995, Ong 2006), pero que todavía debe explorarse aún más en los estudios sobre los desastres (Maskrey 1995). Quizás para los lectores este podría ser un punto de partida muy poco interesante. Bien se podría aseverar que “por supuesto que las ONG y las agencias gubernamentales tienen presente la necesidad de tomar decisiones sobre las políticas que sean culturalmente sensibles”. Sin embargo, lo que deseo demostrar en este artículo es que si bien esto se toma en cuenta en teoría, en la práctica resulta mucho más difícil reconocer las implicaciones culturales de las políticas de recuperación después de un desastre.
En segundo lugar, se podría afirmar que la aplicación de las políticas abarca más que el aspecto central de estas. Ya sea que las políticas dirigidas a la recuperación después de un desastre sean culturalmente sensibles o no, nunca se trata de una fuerza totalizadora. Tal como lo han demostrado diversos estudios antropológicos sobre los desastres (Fortun 2001, Oliver-Smith 1986), las personas siempre son agentes ingeniosos que enfrentan las circunstancias sociales y materiales que surgen en un entorno postdesastre y, por consiguiente, establecen nuevos significados y crean nuevas relaciones para asumir las tareas en cuestión. Efectivamente, los casos que analizaré demostrarán que la afirmación anterior es verdadera. Aún en las circunstancias más extremas, las poblaciones que resultan afectadas por un desastre se esfuerzan por hacer frente a la rigidez institucional y a los aspectos ininteligibles de la distribución de la ayuda, mediante arreglos que no coinciden con los patrones locales en cuanto al uso de los recursos, la sociabilidad y los valores simbólicos. Aún así, los casos revisados demostrarán que los esfuerzos de recuperación pueden generar resultados variables, que las políticas institucionales pueden ocasionar dificultades innecesarias para la población —la cual ya se encuentra al borde de un colapso emocional, social y logístico— y que hay ocasiones en las que se pueden utilizar los recursos institucionales de formas alternativas que contribuyen más eficazmente a la consecución del objetivo de mitigación.
Limón de la Cerca y Marcelino Champagnat son dos reasentamientos que se construyeron siete millas al este de la ciudad hondureña de Choluteca después del huracán Mitch. Deseo exponer que, tres años después del paso de este huracán, ambas comunidades mostraron resultados dramáticamente diferentes en cuanto a sus procesos de reconstrucción. Una de las comunidades presentó condiciones de crisis social, mientras que la otra dio importantes pasos hacia la mitigación. También deseo argumentar que en el caso de la comunidad en crisis (Limón de la Cerca), estas condiciones fueron el resultado de la correlación de tres variables, a saber: 1) la posición que ocuparon las familias afectadas en la “topografía” social general de Choluteca —a los residentes de Limón se les denominó la clase obrera—; 2) la rígida movilización del conocimiento experto por parte de los encargados de los programas de reconstrucción y de los funcionarios del gobierno local, lo cual limitó la capacidad de los residentes y de los propios encargados de los programas para transformar la ayuda dirigida a la reconstrucción en arreglos que fueran culturalmente relevantes y ambientalmente adaptables; y, 3) las limitaciones epistemológicas de los principales entes donantes internacionales, los cuales hubieran podido supervisar los proyectos de reconstrucción, pero no lograron hacerlo debido a las limitaciones de sus sistemas para la generación de conocimiento. Por el contrario, en el caso del reasentamiento Marcelino Champagnat, los gerentes de los programas de construcción lograron establecer una relación diferente con los líderes comunitarios, mediante la cual no se movilizó el conocimiento experto como un elemento no negociable para reconstruir las comunidades afectadas. Las diferencias entre ambas comunidades incluyen las siguientes:
La información que se presenta a continuación se recopiló durante un estudio etnográfico que duró 13 meses, entre junio del 2000 y julio del 2001. Lo que me parece interesante como etnógrafo es la forma en que, con frecuencia, durante la conducción de las entrevistas etnográficas, los gerentes de proyectos de las ONG y los consultores explicaron las diferencias entre las dos comunidades en términos de propiedades esencialistas de los residentes de las comunidades.
Se hizo referencia a los habitantes de Limón como una población urbana, marginada y dependiente, incapaz de lograr su autogobernabilidad, mientras que se presentó a Marcelino Champagnat como una comunidad compuesta predominantemente por una población rural con un historial de organizaciones comunitarias. Sin embargo, la conducción de 160 encuestas familiares y 40 entrevistas etnográficas revelaron una historia totalmente diferente. Los residentes de ambas comunidades provienen de los mismos vecindarios que bordeaban el río Choluteca y que inmediatamente después del huracán intentaron tomar acciones como una sola comunidad. Además, mi investigación etnográfica reveló que las condiciones tan distintas en las dos comunidades no obedecieron a las propiedades internas de los sobrevivientes del desastre (tales como su dependencia y marginación, y su grado de urbanismo), sino que más bien fue el producto de las relaciones sociales que se establecieron entre los sobrevivientes, los gerentes de proyectos de las ONG y los funcionarios del gobierno local.
Después del huracán, el liderazgo de la comunidad emergente de sobrevivientes en Choluteca estaba compuesto por dirigentes vecinales y religiosos que, a la luz de la lenta respuesta gubernamental, desempeñó un papel muy dinámico en la búsqueda de una solución permanente a su situación como desplazados. Estos residentes identificaron un lugar apto para la reconstrucción de las viviendas siete kilómetros al este de la ciudad, a lo largo de la carretera Panamericana, una de las rutas internacionales más importantes. Se conocía a este sitio como Limón de la Cerca por la comunidad periurbana del mismo nombre. Debido a la lerda respuesta de la Municipalidad, en representación de los sobrevivientes del desastre, los líderes de las bases decidieron organizar una protesta para presionar al gobierno local. Se consideró que la protesta era una divergencia total del papel que debían desempeñar los sobrevivientes, pues se esperaba que éstos fueran pasivos y agradecidos, y no proactivos y enérgicos. Tal como lo exponen Mary Douglas (1992), Emma Crewe y Elizabeth Harrison, esta es una expectativa común entre los entes donantes y los actores institucionales de los programas de asistencia. Por consiguiente, la Municipalidad intervino mediante la movilización del departamento local de Policía, el arresto de los manifestantes y la organización del denominado Comité de Tierras de la Municipalidad.
Este comité redujo el tamaño de las parcelas, de 400 metros cuadrados, como originalmente habían solicitado los líderes comunitarios, a sólo 200, y distribuyeron las tierras aleatoriamente a través de una rifa. Los sobrevivientes del desastre consideraban que 400 metros cuadrados era una tamaño adecuado para las parcelas, ya que muchas familias se dedicaban a la ganadería y utilizaban sus huertas para cultivar árboles frutales y verduras, con lo cual complementaban el ingreso familiar y sus propias dietas. En cambio, para los funcionarios municipales y de las ONG, los sobrevivientes eran parte de una población urbanizada para quienes las parcelas de tamaño mínimo eran más que suficiente. Se excluyó de la rifa a los dirigentes que organizaron la protesta y se les dejó sin tierras. Entonces, los líderes excluidos invadieron unas tierras vecinas y fundaron el reasentamiento Marcelino Champagnat a principios de 1999.
La distribución al azar de las tierras por parte del Comité de Tierras de la Municipalidad conceptualizó implícitamente a los residentes de Limón como personas alienadas que podían transformar una inversión mínima en una zona fructífera de reasentamiento. Sin embargo, estos supuestos implícitos originaron una fragmentación en las importantes redes a través de las que sus residentes resguardaban mutuamente sus hogares en Choluteca antes del huracán Mitch, y mediante las cuales también se prestaban ayuda en la atención de los niños. La rifa generó condiciones de anonimato, con lo cual se abrió un espacio que ocuparon rápidamente las pandillas de adolescentes, las maras, las cuales para el año 2000 ya actuaban impunemente durante la noche en la comunidad de Limón. En el transcurso del estudio etnográfico, se observó que los graffiti de las pandillas callejeras estaba presente en todas partes en Limón, mientras que en Marcelino Champagnat no se observó ni uno solo.
Las condiciones de fragmentación social se combinaron con las prácticas de construcción de viviendas de las ONG, las cuales no concordaban con las estructuras estéticas y de parentesco, ni con las condiciones ambientales del lugar. En Limón de la Cerca, se construyeron 1,200 viviendas, de las cuales la mayoría (900) utilizó un plano de distribución muy básico: estructuras de una sola habitación de 25 metros cuadrados. Según nuestras encuestas, el tamaño promedio de una familia era de siete personas, por lo que estas viviendas se abarrotaran durante la noche. Presentaban posibilidades muy limitadas para ampliarse, ya que el tamaño de los lotes era muy pequeño. Asimismo, se construyeron las estructuras sin columnas de refuerzo en las esquinas y con techos de hojalata que se levantaban fácilmente debido a los vientos de planicies semiáridas. Se entregaron las viviendas a sus dueños sin ningún tipo de ornamentación, tales como repellos o pintura, y sus paredes descubiertas construidas de bloques de cemento dieron a la comunidad una uniformidad bastante sombría, todo lo cual pudo observarse durante la conducción de este estudio. Un 27% de los hombres entrevistados informó que las labores de construcción eran su fuente principal de empleo y demostraron tener bastante conocimiento acerca de las técnicas utilizadas en este campo. A pesar de que estos residentes solicitaron que se aplicaran prácticas alternativas de construcción, los arquitectos de las ONG y los gerentes de proyectos insistieron en que no se podían atender las solicitudes debido a las limitaciones en torno a la relación costo-beneficio. Irónicamente, la implementación de algunas de las sugerencias de los residentes, tales como la construcción de columnas de refuerzo, hubiera incrementado más que todo el costo de la mano de obra pero no de los materiales, y los propios residentes que sobrevivieron al desastre contribuían con la mayor parte de la mano de obra. Al mismo tiempo, los encargados de evaluar los proyectos por parte de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) observaron que las consideraciones relativas a la relevancia cultural debían ser secundarias en comparación con el requisito institucional de gastar los fondos de reconstrucción durante el año fiscal. El uso del dinero en los plazos establecidos representó uno de los retos primordiales de la agencia. Mientras tanto, se negó a los residentes algún arreglo alternativo para los recursos de reconstrucción bajo la justificación de las limitaciones de la relación costo-beneficio. Fue mediante esta paradoja que se estructuró el poder en el proceso de reconstrucción de Limón, de forma tal que los residentes de la comunidad enfrentaron retos en cuanto a su capacidad de transformar los programas de ayuda en acuerdos ambiental y socialmente más adecuados. Además, USAID, que financió los proyectos de viviendas y de infraestructura en Limón, confió en la transparencia fiscal y en el requisito de aplicar soluciones integrales (la expectativa de que las comunidades reconstruidas estuvieran ubicadas en las proximidades de caminos que las conectaran con los mercados laborales y los planteles educativos, y que se les suministrara infraestructura eléctrica y de alcantarillado), como mecanismos para determinar si los programas de reconstrucción habían tenido éxito o no. Sin embargo, estos requisitos no fueron suficientes para reconocer las condiciones de marginación social que surgieron a raíz de las prácticas de reconstrucción que implementaron las ONG y el gobierno local en Limón.
En cambio, en Marcelino Champagnat, la relación entre los residentes y los gerentes de programas de las ONG tomó un rumbo diferente. El liderazgo de los residentes de esta comunidad adquirió mayor reputación por su resistencia a la ayuda que no consideraban adecuada. Por ejemplo, los residentes de esta comunidad optaron por vivir en tiendas de lona en vez de aceptar las viviendas temporales, ya que temían que se transformaran en casas permanentes. Asimismo, los habitantes se resistieron a las intenciones de la ONG denominada CARE de construir 100 viviendas de una sola habitación y de 25 metros cuadrados. Cuando se condujo este estudio etnográfico, los residentes relataron nuevamente y con orgullo su encuentro con los gerentes de los programas de vivienda de CARE. Al respecto, un residente comentó durante su entrevista: “¡Les dijimos que no queríamos sus cajas de fósforos!”.
A diferencia de la experiencia de los residentes de Limón con los encargados de los programas de vivienda de las ONG, en este caso, el personal de CARE negoció las dimensiones y los planes de distribución de las viviendas, y modificaron su propuesta para así construir 80 viviendas con planes de distribución de 35 metros cuadrados, con separaciones internas para las habitaciones, con repellos decorativos en las fachadas frontales y con columnas de refuerzo en las esquinas. En Limón, la movilización del conocimiento experto por parte de los gerentes de programas de viviendas revistió la forma de descripciones sobre la relación costo-beneficio. Con ello, hicieron caso omiso a las solicitudes de los residentes para aplicar prácticas alternativas de construcción. Mientras que en la comunidad de Marcelino, el personal de CARE reaccionó de forma creativa frente a la resistencia que opusieron los habitantes. Con ello, se negoció el diseño de las viviendas y se revisó el presupuesto propuesto para dar cabida a las solicitudes de los residentes de esta comunidad. El gerente de programas de CARE informó que había utilizado los mismos planos arquitectónicos de una comunidad de reconstrucción cercana denominada Renacer Marcovia, lo cual permitió que se ampliaran las dimensiones de las viviendas y se incluyeran separaciones internas. El uso de estos planos permitió que el gerente de programas redujera el costo que supondría contratar los costosos servicios de otros arquitectos. El gerente de programas también decidió utilizar la mano de obra de los sobrevivientes del desastre.
En el caso de la comunidad de Limón, observamos la perpetuación de los efectos sociales de un desastre a través de los tipos de relación que se establecieron entre el gobierno local y los sobrevivientes del huracán (relaciones caracterizadas por la diferencia de clases y las expectativas culturales por parte de los actores institucionales, en cuanto a que los sobrevivientes deben ser dóciles y estar agradecidos por ser los beneficiarios de paquetes de ayuda mínima), la aplicación rígida del conocimiento experto por parte de los gerentes de programas de las ONG (descripciones sobre la relación costo-beneficio que elaboraron los arquitectos y los gerentes de proyectos de las ONG, lo cual se presentó como un elemento no negociable en las prácticas de un proceso de recuperación después de un desastre), y las limitaciones de los mecanismos de diversas agencias, tal como USAID, para la generación de conocimiento.
Al mismo tiempo, el caso de la comunidad de Marcelino Champagnat demuestra la importancia de resistirse al diseño de programas importantes para la reconstrucción de las comunidades. El liderazgo social que se mostró en este reasentamiento adquirió reputación debido a su oposición a los paquetes de ayuda y las prácticas que se consideraban irrelevantes y hasta potencialmente marginadoras. Esta postura, que originalmente se consideró como una amenaza a la que debía dar fin la Municipalidad y el departamento local de Policía (un claro ejemplo de ello fue la movilización de los efectivos policiales para disolver la protesta contra la respuesta tan lenta de la municipalidad), fue un elemento importante para diseñar programas de asistencia después de un desastre, los cuales se adaptaron a las necesidades sociales y ambientales específicas del lugar donde se llevaría a cabo la reconstrucción. Esta observación bien podría frustrar a los expertos y los encargados de la formulación de políticas, quienes insisten en que es logísticamente imposible predecir las contingencias ambientales y culturales de los proyectos relativos a la recuperación después de un desastre. Los teóricos sociales Andrew Pickering (1995) y Pierre Bourdieu (1977) aceptarían este punto de vista, ya que los profesionales y los expertos nunca saben cuáles son las contingencias que se presentarán al momento de poner en práctica los programas. Es precisamente por esta razón que la aplicación de políticas de reconstrucción debe incluir un principio de flexibilidad y adaptación como una de las reglas fundamentales (véase Bankoff y Hilhorst 2004). Además, los gerentes de los proyectos de reconstrucción deben tener presente y ser conscientes de la posibilidad de que, inevitablemente, todas las políticas y las prácticas de reconstrucción asumirán supuestos sobre la naturaleza y la condición de las personas, las comunidades y del bienestar social, y algunos de estos supuestos podrían no ser los más adecuados para el lugar en particular donde se ejecutará un proyecto.
A pesar de que son inevitables, estos supuestos no deben originar la perpetuación de los impactos sociales de los desastres. Tal como sucedió en la comunidad de Marcelino, los gerentes que elaboren una disposición que les permita negociar sus proyectos con las comunidades que resultan afectadas por los desastres, tienen una mayor posibilidad de mitigar los impactos de éstos que aquellos que no llevan a cabo estas negociaciones. Finalmente, los gerentes de proyectos deben tener presente los principios de reconstrucción (las descripciones de la relación costobeneficio, los mercados de viviendas secundarias, la equidad a través de la distribución aleatoria de recursos, etc.) que se consideran como elementos que no se negocian dentro de las políticas, ya que es muy probable que estos aspectos “no negociables” actúen como una factor muy limitante para la mitigación de los efectos de los desastres.
Para mayor información contactar a:
Roberto Barrios
rbarrios@siu.edu
Departamento de Antropología
Southern Illinois University Carbondale