Foto: © presidencia.gob.pa
Tras más de veinte años promoviendo la reducción del riesgo, de estudiar las vulnerabilidades y de generar toneladas de papel en planes de emergencia y estrategias para la reducción del riesgo a todas las escalas, los últimos grandes desastres se han caracterizado por el descontrol, la sorpresa y la invocación perenne de lo fortuito y lo fatal. Nadie parece asumir el déficit de política, la falta de planificación y la escasa concreción de las manifestaciones de preocupación que llenan las resoluciones y decisiones sobre los desastres pasados, su impacto y su destino fatal.
¡Descontrol y sorpresa! Los impactos elevados, supuestamente evidentes para todo el mundo, siguen apareciendo en la opinión pública en medio de manifestaciones dramáticas que apelan a los sentimientos efímeros, a la solidaridad morbosa y, en menor medida, a un apoyo firme y decidido por el cambio. Estas manifestaciones constituyen la base para la disculpa y la disipación de las verdaderas responsabilidades de fondo.
No podría comenzar un artículo que hable sobre riesgo en el año 2010 sin manifestar la amargura que deja esta imagen recurrente, completamente adquirida por los medios, que nos vende sin reparo ni resistencia, la impotencia oficial frente a una naturaleza supuestamente caprichosa o a una probabilidad extrema o imprevisible.
¿Despertares? Un presidente sale por la ventana de su residencia en ruinas, mira desorbitado y sin ubicación. Atina a exclamar que perdió su palacio, mientras su país entraba en la etapa destructiva y de retroceso social y humanitario más violenta de su historia.
Una presidenta, con un margen de popularidad inusual, mira desconcertada como su credibilidad y liderazgo se van fracturando al ritmo de manifestaciones erráticas, decisiones lentas y una explosión social generada por el descontento, la sensación de abandono y el oportunismo no controlado. Mientras tanto, cientos de personas mueren bajo las olas de un tsunami y 30 mil millones de dólares se derrumban en cuestión de minutos. “La población murió por falta de información”, dice un poblador del país latinoamericano líder en las tecnologías de información y comunicación.
Otro presidente, con acento desolado, manifiesta ante las Naciones Unidas que la sequía (una situación predicha y calculada hasta la saciedad) ha sorprendido a su país, lo califica de “evento climatológico irregular” y descarga su furia contra la naturaleza, acusándola de exacerbar la pobreza. En simultáneo, comunidades históricamente vulnerables en este país centroamericano vuelven a la más completa inseguridad alimentaria y se declara la hambruna.
El gobierno de otra presidenta declara al mundo cómo el impresionante torrente, también avisado con meses de anticipación, dejó una cantidad inusual de muertes, una red vial destruida y pérdidas elevadas que exacerban el déficit fiscal y comprometen las expectativas de crecimiento. Su nuevo plan de reducción del riesgo ha sido aprobado, pero las previsiones para que este desastre anunciado insistentemente por el coro no se vuelva a repetir, no se ven, los recursos no se mueven y la vulnerabilidad para “el próximo” sigue creciendo.
El evento sísmico que sacudió Haití en enero de 2010 generó un desastre de intensidad mayúscula, donde todo el sistema político, institucional y privado colapsó. Los instrumentos internacionales de asistencia tampoco dieron abasto para enfrentar una situación de la cual, aún hoy, parece imposible salir. El terremoto de Chile generó una condición inexplicable de confusión, caos e ineficiencia en la respuesta y los procesos posteriores de recuperación. Desveló además serias carencias en la planificación, la reducción del riesgo y las capacidades locales.
Un par de años atrás, el terremoto de Pisco encontraría un gobierno peruano con graves problemas organizativos, con una subvaloración atrevida de lo que realmente había pasado y con una capacidad de respuesta por los suelos, gracias a un proceso de descentralización más claro en el papel que en la realidad de las capacidades locales.
El asombro sigue dominando un escenario que suponíamos caracterizado por información de mejor calidad, por políticas visionarias y por instituciones fortalecidas. ¿Qué puede estar pasando?
Cada vez que un gran desastre impacta un país, simultáneamente al levantado de los escombros, a la rápida generación de transferencias presupuestarias que desvían fondos de desarrollo y los revierten en reparar errores, en reconstruir el riesgo y en exacerbar las brechas que generan vulnerabilidad, se vive un momento de cambio. Vuelve a aparecer el lugar común de la “ventana de oportunidad” que sirve para mover leyes, cambiar instituciones y aprovechar la conciencia que genera la catástrofe. Esta historia es la misma desde el siglo pasado y de seguro que mucho más atrás. De pronto aparece la conciencia del riesgo y el compromiso, supuestamente firme, de evitar que ese desastre vuelva a suceder.
Sin embargo, a lo largo de décadas, observamos como las decisiones necesarias para hacer posible esos actos de contrición no llegan a concretarse, y las manifestaciones terminan almacenadas en el capítulo inocuo de algún plan, sin presupuesto ni responsabilidades claras. Emergen nuevas políticas, con nuevas instituciones y con el “compromiso sólido” de enfrentar la amenaza creciente y de doblegar a la naturaleza.
Los llamados “riesgos emergentes” se están convirtiendo rápidamente en una excusa y una recarga del viejo argumento de la fatalidad, de lo extremo y lo inesperado. El cambio climático es quizás el ejemplo más decepcionante en este sentido. Al ser presentado en una dimensión global, apocalíptica y de responsabilidad casi exclusiva de los países industrializados, lejos de generar una posición proactiva frente a este proceso de degradación incuestionable, se está convirtiendo en un pretexto de oro para zafar el lomo a la responsabilidad por el riesgo ya construido. Nada más común que escuchar autoridades nacionales manifestar en la prensa cómo el cambio climático es el responsable de la pequeña inundación, de la rayería, del deslizamiento no calculado que destruye, o de la sequía y el hambre. La respuesta no se deja esperar, y en lugar de un llamado social a rendir cuentas por la irresponsable construcción del riesgo, y la escasa inversión para reducirlo, se convierte en una cruzada contra un fenómeno externo, que nosotros no generamos, ante el cual solo queda la opción de adaptarse y detrás de quien todas las responsabilidades no asumidas se esconden.
Otro ejemplo es el riesgo urbano, que con más frecuencia salta en escena. El informe mundial de la Cruz Roja se concentra en esto, y múltiples estudios vienen a mostrarnos esta realidad, mal llamada emergente, puesto que sus causas se consolidaron hace décadas. Mientras los flujos migratorios y los movimientos urbanos pendulares rayan diariamente la cartografía de todos los países latinoamericanos, el riesgo sigue siendo abordado desde una dimensión global, en planes nacionales a veces tan integrales y políticamente correctos que terminan abordando el riesgo desde la generalidad y sin prioridades territoriales. Una constatación en este sentido es observar que la mayoría de las metodologías de trabajo local exitosas están dirigidas a ámbitos rurales. Mientras tanto, el riesgo en las ciudades se acumula y se confunde entre la maraña de la vulnerabilidad crónica, difícil de comprender y de abordar desde la cultura urbana.
Las variaciones en política pública, en una gran mayoría, son de corto plazo, mediáticas y poco orientadas a modificar la causalidad evidente. Desde esta perspectiva, ¿es realista esperar una nueva modalidad de hacer política para reducir el riesgo, o nos seguiremos consumiendo en una inercia de espacios seguros, adonde los pocos avances sirven para mantener el status quo?
En medio de las malas noticias relacionadas con la capacidad de hacer política efectiva para reducir el riesgo, muchas publicaciones vienen mostrando significativas evidencias de casos exitosos para enfrentar las situaciones de emergencia, y en alguna medida, para reducir el riesgo subyacente. Es de gran relevancia analizar estos éxitos valiosos, que muestran al menos las siguientes características:
Uno de los aspectos más sensibles, en relación con la calidad de la política pública, es el desarrollo de instrumentos orientados a “oficializar” el discurso pero poco mediados por la realidad política y administrativa de los países a quienes deben servir. Las leyes, más que discursos o tratados técnicos, son actos políticos, cuyo impacto debe registrarse, al menos, en tres tipos de instrumentos:
A partir de lo anterior, es vital repensar la aspiración de la “gestión integrada del riesgo”: el riesgo es un valor negativo que no se puede gestionar por sí solo, sus indicadores de éxito no miden avances visibles en el desarrollo, sino la reducción de un impacto negativo probable. Como tal, es improbable encontrar la gestión integral del riesgo en un discurso de campaña política, en un impactante informe ejecutivo a la nación, o como agenda movilizadora de pasiones, compromisos o imaginarios de progreso. Todos los procesos, inversiones o proyectos que reducen el riesgo se encuentran alojados en otra política, en otro sector, en otros actores. La gestión del riesgo no tiene instrumentos propios de intervención, excepto en dos líneas de trabajo: la intervención del riesgo inminente y la preparación y respuesta a los desastres.
Esta última aseveración lleva a proponer un análisis fundamental antes de diseñar políticas y marcos institucionales: el riesgo y los desastres se gestionan con instrumentos distintos, desde presupuestos diferentes y con actores raramente coincidentes. Una cosa es analizar el riesgo desde una perspectiva integral y desde ahí comprender los desastres, sus causas y su devenir; y otra cosa es pretender instalar todo ese paquete dentro de una misma estructura de políticas, procesos, instituciones, presupuestos y responsabilidades.
Existe en la región latinoamericana una cantidad innumerable de iniciativas que están generando importantes líneas de aprendizaje y que pueden orientar hacia opciones más realistas. Algunas de estas son:
Políticas regionales de “nueva generación”: en el Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) se vive un proceso de desarrollo de políticas e instrumentos normativos y estratégico bajo un formato novedoso: la integración y desarrollo de iniciativas en gestión ambiental, gestión de los recursos hídricos y gestión del riesgo bajo criterios comunes, mecanismos conjuntos e instrumentos de financiación consensuados. Esto ha permitido crear sinergias, encontrar mecanismos de implementación más costo-eficientes y, sobre todo, evitar la dispersión que implica desarrollar de forma fraccionada instrumentos y mecanismos similares. El Plan Plurianual del Subsistema Ambiental, la Política Centroamericana de Gestión Integral del Riesgo y la Estrategia Regional de Cambio Climático constituyen dos instrumentos de política que conviene observar. Por otra parte, la Estrategia Regional Agroambiental y de Salud (ERAS) y la Estrategia Centroamericana de Desarrollo Rural Territorial (ECADERT), han logrado romper el círculo de los convencidos y han colocado las iniciativas de reducción del riesgo y adaptación al cambio climático en instrumentos del desarrollo económico y social.
Procesos de legislación y desarrollo organizativo en Perú, Ecuador, El Salvador y Chile, están entrando en el difícil abordaje de la gestión del riesgo realista, aplicado a las realidades políticas y administrativas de sus países, enfrentando el uso, los viejos arreglos institucionales y las condiciones específicas de vulnerabilidad y capacidad de sus sociedades. Un aporte significativo para esto es la iniciativa que coordina la Estrategia Internacional para la Reducción de los Desastres, mediante la cual se realiza un análisis complejo de los procesos nacionales sobre la base de las prioridades de acción del Marco de Acción de Hyogo. Este análisis puede convertirse en una referencia muy completa que muestra la complejidad y la necesaria articulación de políticas e instituciones.
El desarrollo de instrumentos de conocimiento más cercanos a los procesos de toma de decisiones: El Foro Regional del Clima en Centroamérica, coordinado por el Comité Regional de Recursos Hidráulicos, no solo genera escenarios climáticos trimestrales, sino que incluye diálogos y procesos de planificación conjunta con sectores productivos, que resulta en la aplicación de soluciones y previsiones que reducen exitosamente la vulnerabilidad de sectores como la pesca, la agricultura y la energía.
Los indicadores de riesgo y gestión del riesgo generados por el Banco Interamericano de Desarrollo, acercan los análisis de riesgo a niveles manejables, con mecanismos concretos de medición y orientan la adopción de prioridades. Estos instrumentos deberían ser rápidamente interiorizados por los observatorios y entidades que analizan las tendencias de desarrollo en los países, para ser concretados a escalas administrativas territoriales.
Finalmente, en simultáneo con las iniciativas anteriores ligadas a la política pública y a la administración del Estado, se encuentran las iniciativas de gestión local del riesgo y la acción comunitaria. Es fundamental considerar que la gestión local del riesgo no es una escala ni una dimensión de la política nacional que siempre alcanza su límite de eficiencia en la escala municipal, sino que representa la mejor –y muchas veces única– opción de acción directa sobre las condiciones más concretas de inseguridad de las comunidades y que actúa sobre las capacidades y la resiliencia que la historia y la realidad social comunitaria construyen.
En este sentido, la experiencia generada por la Federación Internacional de la Cruz Roja, específicamente a partir de los procesos de educación comunitaria, bajo la metodología de “aprender haciendo” es una muestra clara de cómo los grupos comunitarios vulnerables, sean locales o sociales, pueden reducir su riesgo desde sus condiciones intrínsecas. El programa DIPECHO de la Comisión Europea, en el cual participan múltiples organizaciones de la sociedad civil, organizaciones de base y organismos no gubernamentales, también ha generado importantes lecciones aprendidas en este sentido.
Estos procesos, sin duda, encuentran su límite inmediato en las causas de mayor escala, en donde deben intervenir los actores institucionales. En un mundo ideal, ambos procesos deberían encontrarse en el corto plazo. Sin embargo, las limitantes en la calidad de la política pública para la reducción del riesgo no permiten pronosticar un rápido encuentro.
Como comentario final, es importante reflexionar sobre el estado de situación del riesgo en nuestros países. El terremoto en Haití es un llamado extremo a mirar lo que puede acontecer cuando una ciudad capital, como centro de poder y gestión, es impactado es mayor magnitud. El gobierno peruano tomó medidas inmediatas para intensificar la planificación y organización en la ciudad de Lima y en otras ciudades del país, sin embargo, en qué medida los gobiernos latinoamericanos están aprovechando esta cruda lección de la realidad aún está por verse. Por otra parte, la emergencia de nuevos procesos de política pública y de iniciativas de reforzamiento de las capacidades locales constituye una oportunidad aún no consolidada.
La gestión integrada del riesgo se ha convertido en una aspiración, en un esfuerzo al que se suman cada vez más adeptos. Será vital que este creciente esfuerzo se traduzca en realidad, que el discurso se ajuste a la práctica, y que el diálogo con la política y la administración sea más transparente y proporcional a las realidades de la gestión pública de cada país.